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"Luz Silenciosa" por David López

Publicado: 26/11/2007

Hasta no hace mucho me sorprendía negativamente descubrir en la prensa especializada actitudes de rechazo arbitrarias e infundadas que parecían sentirse agredidas por la obra de Carlos Reygadas, un cineasta que desde su primer trabajo, “Japón”, había tenido que lidiar tanto con las opiniones salvajemente halagadoras pero deshonestas como con el descrédito de aquellos que siempre dudaron de lo que se presenta bajo la coartada del cine de autor no accesible para todos. No puede resultar más oportuna por ello esta “Luz Silenciosa”, certificación incontestable que no deja espacio para la duda: Reygadas es, ante todo, un poeta insobornable, un realizador capaz de ir más allá de las exigencias que se imponen a aquel que ose ostentar la etiqueta de autor mayúsculo.

Desde luego, las comparaciones con Dreyer y Bresson, así como con toda una tradición cinematográfica europea, son sólo meros recursos que categorizar injustamente una película que realmente responde a un único y exclusivo discurso, que no es otro que el que poco a poco Reygadas ha ido equilibrando en sus tres largometrajes. Percatarse de su perspicaz estudio del tiempo y del espacio nos permite adentrarnos como espectadores privilegiados en esta cinta galardonada en Cannes y Huelva.

Que el tiempo adquiere relevancia y significado en la filmografía de Reygadas es evidente. Como en el caso de Naomi Kawase, el tempo cinematográfico importa y mucho. La densidad emocional jamás se podrá lograr con sucesiones rápidas e interminables de imágenes vacías. En su lugar, Reygadas las deja madurar y crecer hasta el punto justo en el que desbordan nuestros sentidos. El estremecimiento que produce cada plano y cada escena de “Luz Silenciosa” obedece a una maniobra de temporalidad que pertenece indisociablemente al existir. Lo más curioso es que a su vez responde a lo atemporal, a lo que parece que está al margen del movimiento y el devenir el resto del flujo mundial.

Pero también es cierto que reside aquí una implacable preocupación por el espacio que en repetidas ocasiones se resuelve desde una óptica orgánica. La sabiduría de Reygadas para trabajar con la cámara se consagra en el cálculo de la distancia, los planos fijos y la suavidad de los travellings perfectamente estudiados que nos introducen en la intimidad de encierros vitales en los que los sentimientos parecen exceder continuamente lo que vemos. Además, el espacio refiere a un medio en el que confluyen lo natural y lo artificial, el pavoroso espectáculo de la naturaleza (al que la luz silenciosa nos invita a acceder al comienzo del film en el epicentro del abrumador abismo espacial cuyo primigenio caos sonoro acompañará la ausencia de las palabras durante gran parte del metraje) y los rastros de la existencia humana.

La comunidad menonita que sirve de marco a esta historia de amor prohibido en virtud de fuerzas superiores (la ley del hombre y la ley de Dios) aparece prácticamente descontextualizada en mitad de un hermoso paraje que algunos guiños nos harán situar en México. Aún así, parece un enigmático oasis de quietud inmerso en la nada. Un lugar en el que el poder de las leyes físicas no difiere de los actos de una fuerza inmanente superior cuya obra, tan colosal como el propio universo, acontecerá en un desenlace redentor que precisamente ha sido el culpable de colocar a Reygadas en la órbita del “Ordet” de Dreyer. Pero lo que en aquélla era una redención por la fe, aquí resulta redención por amor y culpa. Porque por encima de todo, “Luz Silenciosa” es una obra moral y estética. Moral porque el conflicto que mueve las piezas de la trama tiene por objeto las vacilaciones que concede la libertad de elegir. Johan, el padre de familia que se siente atormentado incapaz de decidirse entre el amor hacia su esposa y el deseo que siente hacia otra mujer de la comunidad, responde a cuestiones sobre lo correcto y lo legítimo dentro de las reglas de compromiso de su comunidad. Y estética porque su factura no es sino una excusa para mostrar la correspondencia que existe entre lo sublime de los fenómenos físicos y la posibilidad de los juicios morales.

Pero esto no sería importante si no fuese por la profunda impronta que el fim deja en el espectador, absorto en un plasma de sensaciones y sentimientos que perduran vivamente en el recuerdo como si de un misterio sin respuesta se tratase. Lo único cierto es que ésta posiblemente sea la mejor película que la presente cosecha nos haya dejado para la posteridad. Un título para el que ya no tiene sentido abogar por la negación sino por la afirmación.

David López

Marichuy en 19/01/2008

Hola David

Gracias por apreciar la calidad de este film (y no me mueve el chovinismo). Carlos Raygadas es un cineasta de sensibilidad y pasión profundas; no apuesta por la taquilla, los convencionalismos o el "quedar bien con todo mundo". Es claro que su cine no es para todos los gustos, ni para las grandes masas; menos para engajar con Hollywood (para eso está Alejandro González Iñarritu). Por ello, no me extraña que los académicos hollywoodenses hayan desdeñado este exquisito film, seguro fue too much para sus convencionales mentes. Y así lo han dejado fuera de la lista para la mejor película de habla no inglesa. Tal como dejaron fuera “Persépolis” y “4 meses 3 semanas y dos días”.

Saludos cordiales,

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