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"Ploy": la caducidad del amor entre la vigilia y el sueño

Publicado: 06/05/2008

Acusado con frecuencia de bordear el resbaladizo terreno de la pretenciosidad y la falsedad, el tailandés Pen-Ek Ratanaruang como mínimo nunca apuesta por la convencionalidad y su discurso evita casi siempre la indiferencia y la pasividad del espectador.

AS_PLOY2webwebweb1Tachada de fría y fraudulenta, “Ploy”, respondiendo a la faceta más abstracta de su realizador, podría haberse erigido como una temible impostura, y sin embargo es preferible a trabajos intensos pero no del todo satisfactorios como “Las life in the universe” o “6ixtynin9”. Principalmente por resultar más equilibrada y coherente que los títulos citados anteriormente aunque su consistencia expositiva indudablemente recuerde a la del film protagonizado por Tadanobu Asano.

Es curioso por otro lado que sea esta película la que de un modo u otro se aproxima sutilmente a planteamientos visuales y narrativos que podrían argumentar como pruebas aquellos que defienden la comparación de la obra de Ratanaruang con la de David Lynch. Afirmaríamos una vez más lo falaz del razonamiento si no fuese porque en “Ploy” se cumple la doble extensión del significado que en la filmografía del director de Montana tiene el concepto de textura. Textura entendida como la creación de ambientes de relevante plasticidad y fuerza que cobran su propio protagonismo, tanto o más que el mismo relato y sus personajes. Así sucede en este film, donde la combinación de su gélida estética, la tenue y serena fotografía de Chankit Chamnivikaipong (sustituyendo al habitual Christopher Doyle), y la onírica languidez de su banda sonora compuesta por Hualampong Riddim y Koichi Shimizu permiten que esta narración que circula indefinidamente entre lo real y lo soñado adquiera una densidad singular, una enigmática energía que por momentos se manifiesta tan pesada como ingrávida, jugando un papel destacado la sensación que en el público deje impresa la enigmática belleza de sus imágenes. Una plasmación muy poderosa en la que difícilmente podemos distinguir la vigilia de la quimera, el despertar y el ensueño, atendiendo a partir de esta premisa a la segunda y más compleja definición de textura, la referida al cómputo de los distintos planos de sentido que ofrece la película. Como obra independiente, es voluntad última de la audiencia decidir qué sendero tomar pero su realizador es consciente de la fascinación que ejerce en el auditorio aturdido la práctica imposibilidad de diferenciar entre lo que pertenece a la imaginería de los sueños y lo que simple y llanamente representa los acontecimientos reales. De tal modo nosotros debemos penetrar en una obra como ésta con la clara pretensión de indagar, cada vez con mayor profundidad, en los símbolos y los contenidos significativos que Ratanaruang establece como estratos a lo largo del metraje. Una historia sobre la dificultad de las relaciones de pareja y la caducidad del amor que su director exhibe como juego de sospechas, celos, claves y misterios sin respuesta beneficiado como decíamos por su indudable valía técnica. Cualquier detalle, ya sea un ojo hinchado o el número de una habitación, son piezas del puzzle a descifrar.

AS_PLOY2webwebweb2Wit y su esposa Daeng regresan a Bangkok procedentes de Estados Unidos para asistir al funeral de un familiar cercano. Ligeramente desorientados por el jet lag, se alojan en un hotel de la ciudad a la espera del cortejo fúnebre. Pero esta pareja desenterrará sus secretos y sus frustraciones a lo largo del curso de una madrugada que se torna en mañana. El primer detonante es un número de teléfono que Daeng halla en el bolsillo de la chaqueta de su marido. Número que desconoce y del que es titular una mujer de la que nunca había oído hablar. Pero su confusión se complica cuando Wit regresa de la cafetería del establecimiento acompañado por Ploy, una niña que espera el retorno de su madre y que el hombre, sorprendido por su descaro y suspicacia, ha decidido invitar a la habitación. Esta acción, reprobada intransigentemente por la mujer, desencadenará lentamente una serie de eventos en los que fusionando constantemente fantasías eróticas y choques con la inevitable objetividad de los hechos se pondrán a prueba la confianza y los verdaderos sentimientos de ambos.

Como en “Inland Empire”, los fantasmas pasearán libremente por las crepusculares habitaciones del hotel, sugiriendo infidelidades, desengaños y confidencias de un matrimonio que puede situarse cercano a su acabamiento.

A pesar de errar en su tramo final, el último largometraje de Ratanaruang es tan sinuoso en su desarrollo como grato en su cometido como productor de estados emocionales, absorbiendo por completo a aquellos que se dejen aprehender por el creciente enrarecimiento de su atmósfera y la pugna progresiva que sus héroes mantienen por recuperar lo insalvable, es decir, su vínculo mortalmente herido. Atractivo y engatusador por ello, “Ploy” encarna la madurez de Ratanaruang, excitado por su experiencia como fabricante de ilusiones y dilemas humanos. Por supuesto, su venidera incursión en el celuloide debería suponer un nuevo avance, pues cualquier paso en falso corre el riesgo de convertirlo otra vez en objetivo de críticas e imputaciones.

David López

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