La presentación de Taeko no podía ser más elocuente. Una profesora de mediana edad arrastrando a duras penas su pesada maleta a lo largo de una playa que respira sosiego. Ella no es más que un retoño enajenado del agitado y estresante ritmo de las grandes urbes en contraste con la serenidad imperturbable, casi mágica, que irradia el litoral de la isla que visita con la única pretensión de gozar de las vacaciones. Una turista dispuesta a disfrutar de su descanso como si se tratase de una prolongación de la cadencia frenética que dinamiza su vida en la ciudad: acumulación vacía de anécdotas socioculturales, ocio infinito y prudente distancia con respecto a todo cuanto acontezca a su alrededor.
Su llegada al plácido hotel Hamada la aturde por completo. Yuji, su anfitrión, le resulta un hombre estrafalario, de comportamiento excéntrico, propicio a estrambóticas consideraciones como felicitarla por ostentar "el talento de estar aquí". Aislada sin cobertura telefónica de ese asfixiante mundo exterior que en el fondo tanto parece necesitar, el ritual ordinario de los lugareños se convierte en un auténtico enigma para ella, desde los cálidos encuentros para cenar entre risas partícipes hasta los ejercicios de gimnasia matutinos que saludan un nuevo amanecer al ritmo de coreografías imposibles. Acontecimientos insignificantes para una urbanita perdida en un idílico paraje en el que en apariencia transcurre el tiempo sin que ocurra realmente nada.
Con esta colisión de mundos diametralmente opuestos, la realizadora japonesa Naoko Ogigami aborda en "Megane", su cuarto largometraje, la eventualidad de introducir al espectador en el mismo estado de relajación que parece imperar en las costumbres de los habitantes de la ínsula. Un reducido microcosmos en el que las ciruelas o la cerveza siempre son excelentes, o los silencios producen suficiente complicidad como para que resulten más expresivos que cualquier palabra. Mundana y sencilla, la vida en la isla subraya la permanente devoción que profesan hacia las cosas nimias. Un canto diario a favor de una existencia sin prisas, sin stress, pero que se deshace en amor hacia aquello que realmente merece la pena y pasa desapercibido cada día ante nuestros ojos. Una filosofía vital que utiliza metafóricamente las gafas que dan título a la película para trazar su enseñanza más sustanciosa: nos urge educar la mirada, disponer de la óptica adecuada para apreciar la belleza que nos circunda, del presente que nos exige el tiempo necesario para respirar.
En este sentido, la señora Haruka, una anciana que puntualmente aterriza en la isla cada primavera, se constituye en calidad de motor espiritual del resto, justificando que su presencia se aguarde con júbilo contenido. Sus helados de judías rojas, cuyas variopintas contrapartidas son el fruto de trueques sin limitación contractual, son el ingrediente perfecto que requiere todo aquel que desee disfrutar de la placentera calma de la mar. Contemplar el ocaso es la idea que condensa la actitud de Haruka o Haruna, la joven profesora de biología del instituto local que frecuenta el hospedaje. Este acto, que según Yuji precisa "del recuerdo de un momento pasado", se traduce en una paz interior que nos empuja a conocernos mejor.
A Ogigami no le interesa describir bajo ningún concepto detalles íntimos y personales de sus protagonistas. Desconocemos quiénes son, qué motivaciones profundas los mueven o las relaciones que mantienen entre sí. Y francamente no es sustancial. Ni aferrarse a la especificación exhaustiva de perfiles psicológicos, ni aportar datos relevantes sobre sus vicisitudes. Aún menos explicar la repentina aparición de un joven que se dirige a Taeko como "profesora". Al abandonar dichas pretensiones y adoptar una postura neutra, que ni juzga ni pormenoriza, la directora sólo se provee de pequeños gestos y ademanes para caracterizar el estado anímico de sus creaciones. A nosotros no nos queda otro camino que dejarnos hipnotizar lentamente por el encanto de este espacio cuyo embrujo acaba por hechizar a Taeko, que poco a poco se libera de la incomodidad que la aprisionaba los primeros días.
Como en el caso de la deliciosa "Kamome Diner", "Megane" es una obra bienintencionada, proclive a provocar sonrisas en una época incierta. Aun con sus pizcas de melancolía y levedad, el humor y la ironía que desprende la película hacen de su visionado una experiencia gratificante, propiamente medicinal, pasajera pero no trivial, ligera pero valiosa. Y del mismo modo que en "Barber Yoshino" la aparición de un muchacho cambiaba la estandarizada existencia de los jóvenes de una tranquila localidad rural, los personajes que pueblan el metraje sucumben a una metamorfosis cuya primera consecuencia no podría ser más esperanzadora: debemos vivir más plenamente. Por eso, como sabiamente recomienda Haruka, "lo importante es no precipitarse".