"El cine de Hayao Miyazaki (4): Laputa: El Castillo en el Cielo"
Publicado: 18/07/2007
… Y recrearse con esta deliciosa aventura: donde el propio Miyazaki romperá con alguno de sus tópicos (por ejemplo, permitiendo la presencia de un arquetipo malvado en toda regla en la línea del Conde de Cagliostro) y se recreará en todos los demás (máquinas voladoras incluidas), permitiendo incluso el asomo de la autorreferencia (como esos zorros-ardilla que se suben al hombro de Sheeta), como primer paso para confirmarse, ante todo el mundo, como el gran autor que está a punto de comenzar a ser.
En Laputa. El Castillo en el Cielo, (Tenku no shiro Rapyuta), 1986, Miyazaki olvida los territorios futuros y las referencias helénicas para inspirarse en el mundo supraterrenal del gran Johnathan Swifft:
De repente, se hizo una obscuridad, muy distinta, según me pareció, de la que se produce por la interposición de una nube. Me volví y percibí unvasto cuerpo opaco entre el sol y yo, que se movía avanzando hacia la isla. (...) Difícilmente podrá concebir el lector mi asombro al contemplar una isla en el aire, habitadapor hombres que podían -por lo que aparentaba hacerla subir o bajar o ponerse en movimiento progresivo, a medida de su deseo...
De su novela, Los viajes de Gulliver toma el nombre y la descripción de una isla voladora, Laputa, y su argumento novelesco. El resto del argumento nos trae a colación el recuerdo de Lupin III. El Castillo de Clagiostro, película con la que la película que aquí nos ocupa comparte no pocos puntos en común constituyéndose en una especie de remake sofisticado, infantil y vibrante, que pule los defectos de aquélla para convertirse en la primera obra de referencia del estudio Ghibli.
El resto lo resume la disfrutabilidad:
Sheeta es una joven de mirada triste que contempla la luna llena en la inmensidad del cielo nocturno. Yace enrolada en una nave voladora bajo la custodia y amparo del funcionario Moska, en el momento en que su transporte es atacado por unos piratas aéreos que persiguen un propósito crematístico: robar el collar que cuelga sobre los hombros de la joven. En la confusión, Sheeta consigue liberarse de su captor, Muska, propinándole un golpe con una botella, y sale por la ventana de la nave deseando huir también de los atacantes, pero en su intento de evasión cae al vacío. Solo el poder mágico que oculta el talismán que porta consigue salvarla, suspendiéndola en el aire hasta que su cuerpo, inconsciente, termina por posarse en las manos ingenuas de Pazu, un joven minero y huérfano, que –sin pretenderlo-, se convierte en el protector de “la chica que cayó del cielo”. Pazu la hospeda en su casa y allí hablan de reinos imaginarios y de islas flotantes, de sueños por cumplir y de anhelos que también persiguieron sus padres, antes de embarcarse en una aventura que no es tanto un viaje iniciático en busca de la identidad perdida (que también) sino una huida a la que se ven forzados ambos por cuenta de la imparable codicia de los adultos.
De repente, el argumento se niega a detenerse, sumando una persecución tras otra a través de lugares comunes del cine de aventuras sin dejar apenas un minuto de respiro para disfrutar del paisaje y de las nubes, de las máquinas voladoras davincianas y de aquellas que pertenecen al catálogo exclusivo de Miyazaki, todo con vistas a consolidar el ritmo frenético y trepidante que, en una primera lectura, caracteriza a esta primera película de los estudios Ghibli.
Laputa, el castillo en el cielo, se dirige a un público más infantil que Nausicaä pero eso no implica rebajar la guardia en cuanto a complejidad, si no argumental (que no la hay) sí al menos subyacente, en tanto no deja de ser ésta una historia trágica protagonizada por dos niños de doliente pasado que encuentran en el presente que comparten un resquicio para perpetuar su recién nacida amistad: tomándola como base, se invitan a salvarse mutuamente, una y otra vez, sabiéndose necesitados el uno del otro, ya sea en la almena de un castillo flameante o en los cimientos de una fortaleza de las de cuento. Entre medias, Miyazaki deja un pequeño cúmulo de secuencias emotivas, más brillantes sí cabe cuanto más alejadas se encuentran de la acción: la resurrección del robot-vigía; la cueva recubierta de piedras voladoras o la presentación del jardín de Laputa, con ese estanque feérico que oculta en su seno los restos de una ciudad sumergida. Fragmentos ineludibles que quedan en segundo plano de esta película extraordinariamente sincopada que mezcla a lo largo de su entramado, retazos de aventura, cine infantil o comedia dejando una estela cierta de indefinición. Quizá por eso, El Castillo en el Cielo sea, todavía, una de las películas menos valoradas (a nivel crítico no así mitómano) de Miyazaki, a pesar de los nobles designios que financian su propuesta. Pero no entra en este análisis el desprecio ni la minusvaloración, más y cuando hablamos de una cinta que no los merece.
El Castillo en el Cielo, se reencuentra, en fin, con el humor de Lupin III. El Castillo de Cagliostro y con su indudable espíritu disoluto. No hay un segundo de respiro ni siquiera cuando los personajes toman sus aperitivos u observan el horizonte ávidos de encontrar lo que ansían: todos se ven envueltos en torno a una persecución y el resto queda soterrado ante la multitud de ideas y secuencias que conforman y definen esta obra de transición de Miyazaki dispuesta a asentar las bases de lo que pronto comenzará a denominarse como su estilo.
Un estilo, por cierto, de vez en cuando irresistible...
Lo más destacado: Que a pesar del humor grueso que protagoniza alguna de sus secuencias logre mantener su tono evocador y trascendente.
Lo menos destacado: Esta vez sí: la indefinición de algunos personajes.
J.P. Bango - El Cronicón Cinéfilo