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Ponyo en el acantilado

ponyo ya ha llegado, como quería, a ese acantilado cuya cima resguarda el hogar del pequeño Sosuke. Lo ha hecho empujada por el mar y por su tenacidad, acabando en el interior de un bote de cristal que rescata, de entre las rocas y con gran empeño, el propio Sosuke con ayuda de su madre. ponyo es todavía un diminuto pez rojo, de comportamiento juguetón y afable, adicto al jamón y a las bromas. Un pez a punto de dejar de serlo tras haber huido del mar, de la burbuja inmensa donde lo guardaba su padre, buscando aquello a lo que cree que debe aspirar todo ser humano: poseer pies o manos en lugar de aletas, desayunar todos los días leche con miel al abrigo de una madre comprensiva, dormir a pierna suelta después de haber llenado el gaznate…

Publicado: 19/04/2009

Fujimoto es un mago que se desvive por conservar el equilibrio de la naturaleza; odia a los humanos, es decir, aquello que él mismo representa, por el desprecio que los propios humanos profesan hacia los mares y hacia la vida que se oculta en ellos; pero Fujimoto también es un padre que trata de evitar que triunfe la tentación a la que se puede enfrentar su hija, si, de veras, persiste en la idea de alejarse del océano y de renunciar, como así parece, a su destino para acercarse a Sosuke y al resto de los hombres, desoyendo el impulso natural que hace de ella, pronto lo sabremos, una sirena.

Ponyo en el acantilado no es tanto una película como una fábula cuyo argumento se limita a mostrar la voluntad de una niña que quiere ser aquello que anhela y de un océano que pretende recuperar un equilibrio, de repente, saboteado por la voluntad de esta pequeña y testaruda sirena cuyo primer objetivo vital es enfrentarse a su destino y cambiar. Pero también es la historia de una madre que espera el eterno retorno de su marido (al contrario de lo que ocurre en el cine de Isao Takahata, en el cine de Miyazaki los adultos siempre vuelven, o aspiran a hacerlo), perdido en el mar aunque no lo sabe, al amparo de las estrellas, temporalmente alejado por motivos laborales del calor de aquellos que lo quieren encima del acantilado.

Miyazaki vuelve sobre sus pasos, sembrando su última película de imágenes espectaculares y secuencias oníricas, constituyendo un sano equilibrio entre una cinta que quiere ser, al mismo tiempo, épica (majestuosa e impactante) y lírica (sobretodo allí donde se muestran los quehaceres más cotidianos), y lo hace retomando las que son constantes de una filmografía (la amistad como motor que mueve el cambio; el túnel como puerta intermedia entre el mundo real y el fantástico; el constante anhelo de la naturaleza por conservar intacto el status quo; las extrañas máquinas –esta vez subacuáticas como en Conan, el niño del futuro- que siguen poblando el universo), definitivamente, extraordinaria, que apenas si admite pasos en falso o productos menores, aunque se travistan de formas infantiles, como es el caso.

Hayao Miyazaki retorna a la infancia para introducirse en su propio barco de juguete, navegar sobre una carretera cubierta de dinosaurios marinos o secarse con una toalla embadurnada de afecto y apego, respetando a los ancestros y a quienes los precedieron y a un ecosistema, tantas veces, destruido por la codicia de aquellos que desprecian los equilibrios. Para la retina quedan algunas de las secuencias más emocionantes de su filmografía, como el advenimiento de la madre de Ponyo bajo una radiante luz de luna cuya influencia en la marea no es una respuesta de ira sino de justicia; aquella que demanda esta sirena que no quiere serlo a pesar de que dicho deseo pueda llegar a poner en peligro el orden natural de todos los océanos. Y lo es, como siempre, gracias a la música, siempre inspirada, de Joe Hisaishi, quien compone para la ocasión una banda sonora preñada de efluvios wagnerianos (los mismos que atrajeron antes a Korngold o a John Williams), y soluciones operísticas muy al hilo de la propia estructura de una película entrañablemente hermosa, radicalmente absorbente. Una cinta que parece estar diseñada para otro tiempo, para otros públicos, tan alejada de otras versiones de La Sirenita (por ejemplo la de Disney) como próxima a los intereses estilísticos y argumentales de la Ghibli (y de Hayao Miyazaki, todavía, su principal sostén).

Ponyo en el acantilado es, en fin, una película delicadamente bella en cuanto a su forma, adulta, además, en su subtexto, dibujada para satisfacer a cualquier clase de público y fundamentalmente a ese niño que todavía sueña con sirenas, magia y encantamientos siderales. Una película, ciertamente, magnífica que debiera gustar tanto a los más pequeños como a aquellos adultos que los acompañan… sin olvidar que una vez lo fueron.

Lo más destacado: su delicada atención a los detalles más cotidianos.

Lo menos destacado: que su condición de película infantil llegue a restarle espectadores.

Calificación: 9,25

J. P. Bango http://bango.blogia.com/

Nicolás en 24/05/2010

Esta película es el resultado de una introspección del Sr. Miyazaki hacia el mundo onírico infantil, llenando todos los espacios con ternura y con un enmallado de texturas complejas y a la vez ingenuas. Sin duda una película recomendable tanto como para ver con niños, así como adultos. Ambos disfrutarán desde distintos enfoques el mismo mensaje: El amor y la ternura en su forma más desnuda.
Una película inmensa como siempre.

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