"Piratas del Caribe: En el fin del mundo" por David López
Publicado: 26/05/2007
Entre omnipresentes e hiperbólicos despliegues publicitarios, llega a nuestra cartelera “Piratas del Caribe: En el fin del mundo”, tercer asalto de la saga dirigida por Gore Verbinski con aspiraciones de nuevo récord mundial. Pero en esta ocasión la Perla Negra capitaneada por Jack Sparrow empieza a sufrir serios desgastes.
Tocado y hundido. Así de severo y claro es mi veredicto. Pero que valor tendría éste si uno, al menos, no argumentase un poco, ¿verdad?
Parece evidente que una película de piratas, por utilizar un epígrafe global, no es una simple aventura al uso, sino algo a tomar muy en serio pues requiere unos mínimos parámetros que respetar con absoluta fidelidad y devoción. Posiblemente por ello, las aventuras en alta mar han conocido tan buenos títulos como nefastas incursiones (por mi cabeza transitan ahora mismo los fallidos intentos de Roman Polanski y Renny Harlin, pequeños avisos de miseria hecha celuloide).
Aún careciendo del encanto y la épica humana de obras más clásicas, las dos primeras partes de la franquicia eran una deliciosa exaltación del más puro entretenimiento esculpido con sabias dosis de fantasía, humor y romance, siempre perjudicadas, eso sí, por un imposible “cuanto más mejor”. Pero podían presumir de eso mismo: un fantástico espectáculo sin tregua para todos los públicos. Y el que aquí escribe tan contento. Lástima no poder repetir con tanta sinceridad mis comentarios acerca de “El Cofre del Hombre Muerto” redactados hace poco menos de un año.
Incluso olvidando toda divagación y panorámica exhaustiva de la película, hay algo que a ésta no le puedo perdonar. Y es, ni más ni menos, que el aburrimiento. Por primera vez en toda la trilogía he de reconocer el tedio que me han producido numerosos pasajes del metraje y esto, como carta de presentación, es lo peor que puede decirse de cualquier obra. Increíble pero cierto. “Piratas del Caribe” puede llegar a ser aburrida y en cuestión de segundos toda la magia se pierde. ¿Qué o quién es el culpable?
El primer descalabro del film tiene su origen en una narración, no ya simple, sino tremendamente confusa e incoherente. A costa de engordar los horizontes abiertos por la anterior entrega, Ted Elliott y Terry Rossio firman un guión inequívocamente caótico y mal planteado desde la primera página que termina por escapárseles de las manos. Así me imagino a todos esos pobres niños que se sentirán como un adulto viendo “Inland Empire”. Aunque claro, para ellos y para el espectador menos exigente, la innumerables repetición de gags, golpes y caídas entre cañonazos y abordajes será más que suficiente. Un slapstick en continuo bucle vaya. ¡Qué lástima no haber jugado mejor con todos esos elementos saqueados de la mitología clásica con los que comienza su andadura la película! Precisamente la sensación de cansancio nace del afán de explotar una y otra vez lo que ya hemos visto llevándolo a los terrenos de la extenuación.
Este mismo mal parece sufrir su dispar reparto. Johnny Deep, con bastante menos protagonismo del que se podría esperar, se convierte en un esclavo de su personaje. No es que un servidor reclame nuevos esquemas para un personaje elevado desde ya al altar de los iconos del cine por la gran masa, sino que me parece muy desacertado reducir todo su desarrollo y evolución a una pequeña gama de tics y chistes que se suceden sin gracia alguna (por eso mismo, su mera reiteración). En esta situación, un horrible desconsuelo es lo que me produce tener que conformarme con el eterno vaivén y la cara de circunstancia permanente en Orlando Bloom, o la insoportable presencia de Keira Knightley, sobre la cual directamente prefiero no posicionarme. Aunque más lamentable resultan las fugaces apariciones de secundarios hasta entonces relevantes. Jonathan Pryce o Stellan Skarsgård se limitan a cumplir su breve cometido mientras que James Davenport debió palidecer cuando descubrió que su personaje quedaba reducido, tras su destacada exhibición en predecesoras, a mero peón que eliminar con la mayor prontitud. Sin olvidar el tan cacareado cameo de Keith Richards, tan absurdo que ejemplifica como pocos lo que es un añadido de última hora al margen de un guión. Desde luego, no debe ser buena señal que un mono se revele como el más profesional del equipo artístico de la película.
Con todo esto, sigo buscando las razones que explican la necesidad de extender una historia hasta la saciedad y el agotamiento interno más allá de las dos horas y media marcando en el reloj, cuando se podría haber concentrado en un divertidísimo pasatiempo de cien equilibrados minutos. Claro, ¿entonces cómo iban a disfrutar los espectadores de una interminable batalla final? ¿Cómo nos íbamos a emocionar con la más insípida historia de amor vista en pantalla en mucho tiempo? ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a este desproporcionado juego del “quién traiciona a quién”? Pues sí, yo lo estoy. No tengo duda. En el próximo viaje del Capitán Sparrow (anunciado ya a bombo y platillo, por supuesto) me embarcaré en primera, para asegurarme mejores compañías que éstas. Y es que el riesgo de futuro naufragio parece ser una seria realidad para la Perla Negra.
David López González