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"Inland Empire" por David López

Publicado: 04/03/2007

“Identidad y Tragedia” (tomando el título del magnífico libro de Remedios Ávila que me introdujo plenamente en la filosofía nietzscheana durante mis años universitarios) sería ese epígrafe perfecto para la compleja y desbordante odisea con la que David Lynch regresa a nuestras carteleras (tarde, eso sí) tras aquella arrebatadora “Mulholland Drive” con la que hace ya seis años volvió a deslumbrar y fascinar.

Como ya descubrimos con la preciosa “The Fountain” de Darren Aronofsky, aquellos terribles pronósticos de la crítica que asistió a su estreno mundial durante el último Festival de Venecia (donde por otro lado se coronó a Lynch con el León de Oro en reconocimiento a toda su carrera) no sólo no se cumplen sino que plantean bastante interrogantes sobre la seriedad de la labor periodística de la llamada prensa especializada, avergonzante y bochornosa en sus intervenciones durante la rueda de prensa posterior a la proyección.

Es cierto que Lynch no responde a ciertas convenciones que parecían incuestionables a la hora de analizar el texto fílmico, pero del mismo modo que amamos las rupturas y las deconstrucciones de Quentin Tarantino, Alejandro González Iñárritu o Christopher Nolan, por qué no dejarnos seducir por la prosa cinéfila de una trayectoria que completa las estructuras del cine narrativo como el expresionismo abstracto americano afronta su papel radical en la historia de la pintura figurativa.

“INLAND EMPIRE” podría haber sido un relato sobre amor, adulterio, celos, traición y asesinato en un sentido clásico, tanto en formas como en contenido, pero el peculiar estilo del director de Montana no merecería más líneas. Sin embargo es ésta un punto de inflexión, la culminación de un universo propio marcado por la atemporalidad donde el espacio escénico se confunde y transforma. Los vasos comunicantes son la metáfora de la interdependencia y la interconexión total para una puesta en escena tan rica en sus planos de interpretación, que interrelacionan en un todo los mundos paralelos que se entrecruzan en la película con toda la filmografía de Lynch a la manera del ejemplar encuentro de los superhéroes de la Marvel. La surrealista sitcom “Rabbits” y otras series exclusivas de su "second life" en la web, la simultaneidad metafísica de historias transcurridas en California o Polonia, los distintos estratos de la representación cinematográfica y televisiva fundida con sus dosis de paranoia y ambigüedad, así como los caminos oníricos de su brillante filmografía, son los mundos interconectados que permiten a Lynch construir su denso retrato de los demonios interiores.

Un proyector se enciende en la oscuridad tanto de la sala real de cine como en la ilusión perceptiva que nos presenta Lynch. Un tocadiscos inaugura las primeras notas musicales y aparecen los créditos. El espectáculo metalingüístico ha comenzado, la película se inicia. En este gran teatro somos los espectadores de la tragedia. no exenta de humor, en la que se hallan inmersos unos personajes que ya no sólo no conocen el guión sino que ni tan siquiera interpretan el mismo rol a lo largo de la representación (algo parecido a lo acontecido con el propio reparto al que Lynch descubrió la trama lentamente según iba progresando su escritura del guión paralela al rodaje). La identidad es difusa y se disuelve (así lo indican esos rostros borrosos y perdidos), muta a lo largo de una pesadilla circular que nos encierra en los intrincados y oscuros laberintos de la mente, tan enigmáticos y aterradores como los siniestros pasillos que recorre Laura Dern, soberbia en este papel de “mujer en problemas”. Las máscaras que cubren constantemente su rostro son los senderos que transitan desde el descenso a lo infiernos hasta la redención final, completando un círculo en un pasaje similar al desenlace de “Carretera Perdida”, una de esas imágenes que habrían impresionado al Topor de “El Quimérico Inquilino”. Así se libra finalmente del peso de la culpabilidad, de la presión de las circunstancias, liberándose, en su clara victoria moral, de los temores más profundos que habían sido adversarios en combate, acto que celebra el happy end auspiciado por los créditos alegres y autorreferenciales que cierran el metraje.

Lynch logra aunar los lugares comunes de su discurso, cargado de su personal enciclopedia de símbolos y alegorías, con la singularidad teatral de las relaciones claustrofóbicas y dolorosas que Bergman filmó en “Persona”, la contextualización de atrevidos números musicales, la sabia utilización de la banda sonora (sin Badalamenti, Lynch recurre tanto a las inquietudes de Penderecki como a las explosiones rítmicas de Beck, sin olvidar los omnipresentes temas jazzísticos), el uso inteligente y arriesgado del formato digital (que recuerda y supera los experimentos conceptuales de Matthew Barney), que unas veces obedece y otras reniega del decálogo Dogma, y la dirección magistral de unos actores que en la libertad del planteamiento alcanzan cotas altísimas.

En su arquitectura de texturas, “INLAND EMPIRE” no se guía por el cripticismo ingenuo, sino por un juego hermenéutico que el director propone al espectador, mediado siempre por el propio film, y que no sólo formula incógnitas sobre la fragmentación de nuestro yo y sus redes psicológicas, sino también sobre la manifestación artística y sus múltiples caras, reescribiendo los conceptos acerca de la representación y la experiencia estética. Lynch, en cuanto creador de ilusiones, nos regala un film necesario e imprescindible, el compendio definitivo de su obra consagrada aquí con trazo maestro. Una experiencia única e irrepetible que exige visionados reiterados y reflexiones encontradas.

DAVID LÓPEZ GONZÁLEZ

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