Con “L'Apollonide, Souvernirs de la maison close”, el francés Bertrand Bonello, que ya compitió en el Festival de Cannes con “Tiresia”, apuesta, en esta ocasión, por un drama histórico de corte erótico que, a consta de la escenografía barroca, un halo de romanticismo y un reparto eminentemente femenino, se alzó como una de las propuestas más fetichistas del certamen francés.
Publicado: 17/06/2011
Partiendo de una mirada tan sentimental como idealizada de la prostitución, con preferencia por evocar tiempos pretéritos (tal y como hizo Hou Hsiao-hsien en “Flores de Shanghai), el galo nos sumerge en el esplendor y el ocaso de un burdel parisino, en las postrimerías del siglo XIX, aunando amabilidad y decrepitud, decantándose por excesos y florituras. Antes de abordarlo desde su vertiente más degradante, peligrosa y humillante, el director presenta, desde el primer momento, un gineceo abundante y generoso en desnudos, obviando toda sutileza y reteniendo poco espacio para la imaginación (tampoco lo permitiría el innecesario recurso de la pantalla partida). Lo que era mimo sin restricciones para el vestuario en su búsqueda de lo erótico, declina en lo artificioso que solo pretende agradar al ojo cuando la película se convierte en un desfile de alta costura con lencería de lo más sensual, a medio camino entre lo contemporáneo y el estilo decimonónico. Además, el uso anacrónico de la música, con hits de las décadas de los 60 y 70, resulta poco acertado y denota un dudoso gusto en ese sentido.
El relato gira en torno a una opulenta y preciosa mansión en la que se hallan enclaustradas las meretrices más prestigiosas de París, amparadas por una madam maternal y tierna, con unos modales más propios de la aristocracia que de una explotadora, capaz de moldear y tutelar sus caracteres. Destrezas que, trascendiendo lo meramente sexual, aseguran el buen porvenir de esta fuente de ingresos. Como si retomase las lecciones del tercer canto de “El arte de amar” de Ovidio, enseña a sus concubinas a cultivar todos sus sentidos, única vía para hacer del amor un arte. Así, describiendo el servicio de compañía con distinguida sofisticación, Bonello confecciona un singular retrato de las prostitutas, próximo al de las heteras griegas o al de las afamadas cortesanas venecianas del Cinquecento.
El afecto, la cortesía, las confesiones cómplices y las exhibiciones emocionales son el fármaco para estas mujeres que, a través de fuertes lazos afectivos, y a modo de una gran familia en la que no hay sitio para la competencia, pueblan este micrcosmos aislado y hermético. Antes mujercitas que carcelarias. La maison close se transfigura en espacio de clausura, en apariencia, ajeno a los acontecimientos del exterior, si bien, en realidad, la forjan y estructuran factores externos: es el caso de la joven obsesionada con las teorías morfo-psicológicas, vigentes en aquella época, consecuencia de la creencia de un cliente proclive a ligar las similitudes físicas de prostitutas y delincuentes.
De la recreación utópica del gozo y el placer a las viñetas más sórdidas de una profesión de riesgo. Del júbilo a la enfermedad. Con la sífilis acechando como mal incurable, la afección transita irremediablemente hacia la muerte, el destino más plausible para la mayoría de ellas. La agresión física y la tortura conducen a la escena más escalofriante de la cinta, una mutilación facial emparejada, tanto con el clásico “El hombre que ríe”, como con la más reciente y lacerante “Ichi the killer”.
En un ejercicio de virtuosismo plástico, el film se empapa de las corrientes artísticas francesas del siglo XIX, movimientos cuya evolución se extrapola y corre paralela a los sucesos que marcan los pulsos del burdel, logrando un efectismo visual que, aspirando a trasladar complejas composiciones pictóricas a representaciones fílmicas, persigue la remembranza de algunos de los más destacados artistas transpirenaicos. Con una fotografía de empaste denso, colorida y de claroscuros caravagistas, construye secuencias que remiten a lienzos. Por un lado, escenas costumbristas que recrean la alegría de vivir al más puro estilo de Renoir y sus bañistas, coincidiendo con la única excursión de las muchachas a la campiña. Una apropiación que transmite el optimismo y la conquista de la libertad en una época irrepetible, en aras del advenimiento del hundimiento de L'Apollonide. Su declive supone una rotura para una período glorioso, adentrándonos en la locura de sus protagonistas, retratada con dramatismo y violencia, con aires de fantasía próximos al delirio y la pesadilla, dando rienda suelta a los planos abigarrados y la iluminación de tintes latourianos. La escena de sexo orgiástico, de teatralización exagerada y escorzos vivos, parece revisar “La muerte de Sardanápalo” de Delacroix, articulando el cuadro en torno a una monstruosa deformidad, la fealdad y las desviaciones sexuales. Tampoco faltan detalles exóticos de influencia oriental, como el consumo de opio o la amenazante presencia de una insólita mascota, una pantera negra a la que el destino le reserva una misión crucial.
En su desenlace, el director opta por sorprender con una elipsis temporal que nos traslada a la actualidad con la pretensión de poner de relieve la degradación absoluta de la prostitución. Las casas de tolerancia dan paso a una marea afincada en calles y carreteras que sobrevive a duras penas. El mármol se transforma en asfalto, las residencias lujosas albergan ahora tiendas de moda. Los días de risas, humo y champán tocan a su fin.