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Attenberg

No. No es “Canino” de Giorgos Lanthimos. Y no lo es, tenemos que añadir, por fortuna. Primero porque eso nos permitirá juzgarla por sus propios méritos. Segundo, porque cualquier comparación terminaría despojándola de valor. Y no. Tampoco sería justo. Y es que “Attenberg” de Athina Rachel Tsangari tiene personalidad propia más allá de sus servidumbres generacionales, en absoluto fruto de la casualidad, no en vano, Athina es una de las productoras de “Canino” (como también lo fue de “Kinetta”) y Lanthimos es uno de los protagonistas de “Attenberg”.

Publicado: 16/04/2011

La comparación, de tener que buscar un referente coetáneo, bien podría serlo con “She Monkeys” de Lisa Aschan. De hecho, tal es la homogeneidad formal (y conceptual) entre ambas películas que bien podrían formar parte de un díptico promovido por un mismo autor, y eso a pesar de estar hablando de obras (simétricas, emocionalmente iguales) producidas en dos puntos tan equidistantes entre sí  (y no solo a nivel geográfico) como Suecia y Grecia. La paridad se amplía, incluso, a buena parte de su subtexto: madre ausente, conductas asociales, asimilaciones animales… Aquí dejamos las comparaciones. 

La primera secuencia de Attenberg desvela, con formas transgresoras, sus primeras cartas. Bella (Evangelia Randou) adoctrina a Marina (Ariane Labed) sobre cómo debe desenvolverse para con el sexo opuesto. Sus lenguas se entrelazan (en un plano que, inconscientemente, nos remite al cine de Svankmajer) no tanto guiadas por una pulsión sexual como etológica. No en vano, Marina se dedica a diseccionar los comportamientos humanos de igual modo a como lo hacen los documentales de animales de sir David Attenborough (el fonema final que completa el apellido del naturalista británico explica, además, su divertido título) que tanto le gustan a su padre. Marina estudia y analiza los gestos, expresiones y  reacciones de todos y cuantos la rodean. En algunos casos incluso llega a describir, esos mismos gestos, al mismo tiempo que los ejecuta (como ocurre en cada uno de sus encuentros sexuales). Justo antes de ese momento, Marina se (auto)convence de tomar las riendas de su propio destino; entiende, quizá impelida por la enfermedad de su padre (que amenaza con dejarla sola en territorio hostil), que debe comenzar a socializarse, relacionarse, aparearse. El carácter de Bella es diametralmente opuesto al de su amiga; Bella es, según palabras de Marina, una depredadora (también desde un punto de vista sexual); Marina, según advierte la propia Bella, es “un erizo de mar”: nadie puede acercarse a su piel sin sufrir las consecuencias. Ambas, sin embargo, representan dos caras de una misma moneda; al menos, lo es hasta que llega un extraño a la ciudad (un ingeniero, interpretado por Giorgos Lanthimos) y muta el status quo. 

El padre de Marina, Spyros (Vangelis Mourikis), lucha contra el cáncer. Su existencia se diluye a cambio de sesiones de quimioterapia, reflexiones extemporáneas sobre la industrialización y el declive de la sociedad griega contemporánea, conversaciones filosóficas sobre tabúes aprehendidos, preparativos de corte melancólicos acerca de su propio funeral… Su hija permanece en (casi) todo momento con él. Lo escucha. Lo acompaña. Lo cuida. Constantemente, se intercalan, en este segmento, imágenes de fábricas humeantes, industrias contaminantes, grúas imponentes y edificios a media construcción, con habitaciones hospitalarias (blancas, herméticas) y estancias semi-vacías, insinuando una relación directa entre contexto y enfermedad (también entre progreso y soledad). Los tiempos muertos los ornamenta, Athina Rachel Tsangari,  con transiciones esplendentes (todas deliciosas), servidas a modo de coreografías, sutilmente orquestadas alrededor de un duelo recurrente entre las dos protagonistas. Las transiciones sabotean (y amenizan) los momentos más dramáticos, provocando una ruptura evidente de la narración, hasta tal punto que la propia narración (ya lacerada) termina por atenuar, si acaso retóricamente, la mayor parte de su gravedad.

La directora griega articula el argumento de “Attenberg” en torno a las tres relaciones afectivas que, en esta etapa de cambio inexorable, mantiene la protagonista con su mejor (y única amiga), con su padre (enfermo terminal) y con el extraño que llega a la ciudad dispuesto a erosionar (sin saberlo) los hilos que sustentan (y entretejen) las otras dos.  Vemos, entonces, a los protagonistas dialogando sobre sexo, muerte o amistad (sin hacer, necesariamente, uso de las palabras), expresarse como animales encima de una cama, escupir al paisaje de una ciudad costera teñida de humo y tonos grises, jugar al futbolín para iniciar un cortejo, hacer el amor con propósitos antropológicos, imitar el movimiento de los simios (y los andares de dos pingüinos) o tararear himnos existenciales (Hardy,  Tous les garçons et les filles) mientras cae la noche al mismo tiempo que se refuerzan y/o erosionan los lazos que les unen. Los vemos una y otra vez, en fin, enfrascados en su cotidianidad, mientras sus vidas y prioridades mutan esperando lo inevitable. 

Los primeros veinticinco minutos de “Attenberg” son, en verdad, sobresalientes, y resumen, de forma perceptible, las bondades y carácter de una película embebida de secuencias autoconclusivas, de diálogos preñados de ingenio, de canciones escogidas como parte de su score (de Suicide, de Francoise Hardy…), de interpretaciones especialmente loables (sobre todo en lo que refiere a sus dos protagonistas principales), de secuencias que exudan no pocas dosis de comicidad (singularmente exagerada en las escenas de sexo), de juegos lingüísticos (mímica incluida) y de adornos quinestésicos (el tacto y el olfato también participan ampliamente de la narración). Después se vuelve iterativa en sus hallazgos formales y tonales, y grave, pues los temas que trata lo son, mientras la sucesión de episodios diferentes que conforma el resto de su entramado deja al trasluz las limitaciones y virtudes de esta, tangencialmente provocadora, por momentos, genial, deliciosa y lúcida (muy lúcida), fábula griega.   

JP Bango

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