Manteniendo el estilo que ha marcado otros destacados trabajos de su filmografía, la deuda de Julien Temple con una época muy concreta de la historia musical anglosajona queda zanjada. porque era absolutamente necesario que Temple cerrara su travesía por las últimas décadas de la siempre puntera escena británica con “Joe Strummer. The future is unwritten”, espléndido tributo a la figura del líder de The Clash que ante todo es pura desesperación nostálgica.
Publicado: 14/04/2008
Para su nuevo y anárquico collage, Temple vuelve a reincidir en el material de archivo, las entrevistas de ayer y hoy, los acertados insertos de películas ahora dotadas de mayor relevancia visual que nunca o las grabaciones de voz que profetizan sobre un futuro no escrito. Materia prima que jamás cae en manos de pretensiones hagiográficas. Principalmente porque su director profesa respeto, que no es otra cosa que hacer honor a la verdad. Una verdad que, como es de esperar, no profundiza simplemente en las luces sino también en las sombras. Aunque aquí no hallemos la narración de un descenso tan patético y funesto como el protagonizado por Sex Pistols en “La Mugre y la Furia”, lo cierto es que la historia no escrita de The Clash nunca fue un camino de rosas. Y desde luego, las piezas de este tablero nunca avanzan en la misma dirección.
Así, Strummer rápidamente fue absorbido por un personaje y una pose que le obligaba casi contractualmente a actuar, pero como bien se apuntilla, siempre fue ese orador consciente de la necesidad de comprometerse con unos principios en los que firmemente creía. Unos ideales práxicos y teóricos que argumentan las razones por las que Strummer y su banda, en lo más alto de su carrera con la audiencia estadounidense a sus pies, sólo sentían desasosiego y vértigo: en aquellos grandes estadios, las vallas de seguridad mantenían al público cada vez más lejos y con ello, los británicos parecían distar mucho de tener los pies en el suelo.
Que la personalidad de Strummer resulta arrolladora queda fuera de toda duda. El riesgo de sus influencias, su talante como comunicador y cronista de su tiempo y la imperiosa obligación de crear algo genuinamente auténtico marcaron la trayectoria del que será para la eternidad uno de los más grandes músicos de la historia, alguien poseedor de esa luz inextinguible que acompaña a las obras destinadas a no morir nunca. Pero aún así, su fascinante poder reside en su faceta inequívocamente humana, como criatura de carne y hueso que para nada coincide con esos mitos intocables que la cultura parece generar cada cierto tiempo. No importa que gran parte de los testimonios provengan de figuras como Jim Jarmusch, Bono, Bobby Gillespie, John Cusack o Johnny Depp. Ni siquiera las anécdotas de postín (Scorsese consagrando la inspiración de “Toro Salvaje” a su encuentro con los de Strummer, Steve Buscemi hiperbolizando su coincidencia en “Mystery Train” o sus incursiones en el personalísimo universo de Alex Cox). Lo más cautivador es el esclarecimiento de los sueños y anhelos que se ocultan tras la figura, quimeras éstas que pertenecieron a un ciudadano de este mundo, un alma errante cuya pasión siempre fue por encima de todo la música.
En una etapa en la que el documental musical vive un momento de fructífera efervescencia, una pieza como la de Temple pone en evidencia dos cosas. La primera es la exigencia de cierta identificación y empatía para disfrutar del relato. La segunda refiere a la estrecha relación entre la imagen y el sonido, entre el objeto visual y la abstracción musical. Esta incidencia (de relevancia también en “El silencio antes de Bach”) sirve para que nos cuestionemos por qué sigue produciéndonos ese escalofrío un bombardeo de planos cortos acompañados de un “White Riot” o un “London Calling” que forman parte de la banda sonora de nuestras vidas. No olvidemos el papel maquiavélicamente manipulador del cinematógrafo, capaz de jugar libremente con nuestras sensaciones y emociones conociendo como mínimo que teclas y resortes presionar. Temple, buen conocedor de dicho juego, sabe perfectamente que no sólo se trata de mostrar sino de cómo lo muestres. En ese sentido, no había mejor homenaje que dejar que la música de Strummer hablase por sí sola mientras que las imágenes orquestadas por Temple precisaban el contexto. Nosotros, los melómanos, sólo teníamos que dejarnos guiar por este caballo ganador.