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Hara-Kiri: Death of Samurai

A la hora de sacar adelante el proyecto de un remake, un cineasta puede decantarse por varias posibilidades. Puede optar por actualizar la obra original a los nuevos tiempos, siempre políticamente correctos, limando asperezas (Asalto en el distrito 13) o hiperbolizándolas (La Momia), rellenando con testosterona (Rollerball) o con Mark Wahlberg (El Planeta de los Simios), allí donde no llega el talento natural, o también puede denigrarla (La Niebla), como han hecho tantos otros, aprovechándose de las ideas creativas ajenas (Martin Scorsese) en beneficio propio (The Departed).

Publicado: 13/06/2011

Hay quien apostará, sin embargo, por la vía respetuosa (La Cosa), remozando la casi totalidad de los planos que completan la película primigenia con estilemas, a priori, más accesibles de cara al público medio, por ejemplo, arriesgando con una fotografía a color (Psicosis), introduciendo cambios apenas significativos (Funny Games) o finales (sólo) un poco más condescendientes (La noche de los muertos vivientes de Tom Savini); hay quien se copia a si mismo, con cierto decoro (Michael Haneke) y a quien se copia a si mismo sin él, incluso traicionándose (George Sluitzer); hay, en fin, quien se permite el lujo de mejorarse cuando lo hacen (Hawks, Hitchcock, Walsh). También hay quien se atreve a hacer todas estas cosas a la vez, como le ocurriera a Takashi Miike con la estupenda "13 Assassins" de Eiichi Kudo, sólo hace unos meses, con dejes maquinales pero inspirados, especialmente en lo que refiere a su larguísimo clímax final (uno de los más sanguinolentos de todo el cine de acción actual y el mejor rodado), y eso justamente es lo que ha vuelto a repetir ahora, en formato estereoscópico (sólo para salas especialmente acondicionadas para ello), con el clásico de Masaki Kobayashi, Hara-kiri (Seppuku), asumiendo un riesgo autoral más que evidente cuando uno habla no ya de un competente ejercicio de acción y aventuras sobre una docena más uno de samuráis honorables en defensa de un pueblo expoliado por un gerifalte caprichoso, sino de una de las mejores películas, japonesas o no, de todos los tiempos. Eso es lo que es "Hara-Kiri (Seppukku)" de Masaki Kobayashi, y ese es el límite que nunca podía rebasar, con su adaptación, el bueno de Miike.

"Hara-Kiri: Death of a Samurai" apenas si ofrece diferencias relevantes con la cinta original en un análisis somero (ambas adaptan la novela "Ibun rônin-ki" de Yasuhiko Takiguchi): sí hay soluciones dramáticas, sin embargo, y la mayoría de ellas son tendenciosas, que tratan de llevar al espectador por un camino emocionalmente prefijado, evitando que pueda pensar por si mismo: una tara invencible (además de endémica) en el cine contemporáneo y de la que tampoco sabe librarse, en esta obra, Takashii Miike, un cineasta otrora habituado a romper moldes (o a violentarlos), cada vez más acomodado en un ámbito, el del artesanazgo, que le permite seguir robusteciendo puntualmente su cuenta corriente al mismo tiempo que filma (o, al menos, firma) películas a destajo.

Los detalles del argumento que difieren entre una y otra película apenas si son sustanciales (la pelea contra los tres samuráis del clan Lyi tiene lugar aquí en una única secuencia; el daimio ejerce de kaishaku de Motome en el primer hara-kiri; la pelea del final se esfuerza en subrayar el propósito vengativo de Tsugumo, etc.) en comparación a los cambios que sí existen en el plano formal: los continuos flashback que ornamentaban el original de Kobayashi,  gozosamente acompañados de una voz en off que, además de evocar los valores narrativos de la literatura oral (anticipando, en pequeñas dosis, las claves que iban precisando el argumento), aportaba no poca profundidad emocional al relato expuesto, son aquí sustituidos por dos únicos flashback, el segundo de casi una hora de duración, que termina por convertir la película en una mezcla de tres; una estructura medida que atenúa, empero, los momentos de mayor dramatismo (pero también los de mayor suspense, en un argumento poblado de ello) en su decidida voluntad por mezclar diferentes géneros (jidaigeki, chambara, aventuras) y situaciones argumentales, restándole eficacia como producto compacto (sin duda, una de las mayores virtudes de Harakiri) y reconocible, mostrando, en cambio y contra todo pronóstico, a un cineasta en plena madurez capaz de desenvolverse, con cierta agilidad narrativa, en cualquier terreno; incluso en un terreno que, a priori, no pareciera encajar con la propia trayectoria filmográfica de Takashi Miike.  

En pleno shogunato Tokugawa, un período históricamente caracterizado (al menos lo es en sus primeros lustros) por el reinado de una paz inexpugnable en el que la palabra guerrero amenaza con convertirse en un anacronismo, un samurái se presenta en la casa señorial del clan Lyi para cometer seppuku, un suicidio de intenciones protocolarias que persigue restituir el honor de un ronin caído en desgracia por la propia coyuntura social. El daimio del Clan, Kageyu, (dibujado aquí, desde su misma presentación, con trazos maniqueos) le pide que antes de llegar a tal extremo se digne a escuchar un relato que puede serle de utilidad, tal es su perfil moralizante, acerca de lo ocurrido tiempo atrás, en ese mismo auditorio, con otro samurái que acudió a su casa con designios parecidos. Tsugumo, el guerrero, escucha impertérrito y de boca del propio señor feudal, lo que el destino tenía deparado a aquél hombre, Motome; de cómo se presentó en aquélla casa con una actitud honorable, pidió permiso para inmolarse, y sufrió en sus propias carnes las burlas y el desprecio manifiesto de los miembros de clan, que quitaron valor a sus palabras mientras exigía una tregua de tres días que suspendiera provisionalmente la liturgia, y de cómo utilizaron su tormento para servir de escarnio público a los demás, obligándole a ejecutar seppuku con su propia espada de junco, con el fin de evitar que aquella casa, que presumía además de un alto concepto del honor y de fidelidad hacia las tradiciones de los verdaderos guerreros, en una medida ejemplar, terminara convirtiéndose en un dominio dadivoso en el que cualquier samurái sin trabajo (en un ecosistema preñado de ellos) pudiera presentarse demandando limosna.

 A pesar de la gravedad (y dramatismo) del relato que escucha, el ronin Tsugumo se muestra especialmente interesado en continuar adelante con su propósito inicial, para lo cual pide permiso al daimio del clan para contarle otra historia, mientras llega cualquiera de los kaishakus que ha elegido como jueces y verdugos para su ritual, particularmente relacionada con aquélla que acaba de escuchar, convencido de que así podrá aportar no solo una versión alternativa (y reparadora) en cuanto refiere a la historia de Motome, el samurái que acabara desentrañado en ese mismo lugar en el pasado, y al que admite haber conocido, como demostrar, con hechos fehacientes, que la propia honorabilidad de la que presume la casa que gobierna Kageyu es sólo una fachada formal que, de modo suplementario, también define a los nuevos tiempos (y a los nuevos guerreros, surgidos en tiempo de paz, defensores de un código arcano cuyas principales preceptos solo defienden de viva voz).

No parecía Takashi Miike, sin embargo, el director más adecuado para un producto que aboga por la narración pausada, por la violencia contenida (que apenas si se explicita en un par de secuencias: el harakiri de Motome y la -ultracoreografiada- batalla colectiva que cierra la película), por el romanticismo exacerbado, por un sin fin de actos de amor (conyugales o no) valerosos, por la lucha vital de un padre de familia que pretende cubrir las necesidades alimentarias (y salutíferas) de los suyos... salvo por la oportunidad mercadotécnica de venderla como un díptico junto a “Thirteen assassins” (y eso a pesar de constituirse en su auténtico reverso) y, pese a todo, no deja de desenvolverse, el cineasta japonés, con una cierta suficiencia rectora, fruto de su fecunda experiencia en productos de cualquier calado, abordando un espectáculo cinematográfico que es singularmente abrumador en el plano-detalle, en sus decorados, en el uso tridimensional de algunos escenarios, en la recreación social del período histórico concreto, mientras se recrea en las caricias y miradas que unos y otros personajes se intercambian, en el llanto de un niño enfermo, en el valor de las palabras cuando buscan un propósito dogmático, en la venganza, en fin, como leit motiv sucinto que mueve todo su engranaje argumental.

Miike trata de entretejer la trama (originalmente, una atormentada venganza pergeñada en defensa del honor y la tradición perdidas) con soluciones dramáticas de perfil ortodoxo, subrayadas hasta el hartazgo, también gracias a su emotiva banda sonora y a una fotografía colorista singularmente corrompida por la tecnología estereoscópica, tendiendo a la sobredimensión emocional, destacando la injusta situación del caso concreto, priorizando el subtexto afectivo-familiar que define a su argumento. Mientras da pábulo a esto renuncia a todo lo demás. Y es que lo que allí era una denuncia explícita contra toda una institución, decadente y ominosa, que apelaba a la tradición sólo de palabra (que, además, era extensible en términos alegóricos a la propia situación social del Japón desarrollista de los sesenta), aquí esta intención queda considerablemente atenuada, casi exiliada en un argumento que gravita la mayor parte de su carga dramática alrededor de un solo problema familiar que tiene en el hambre y en la enfermedad sus principales epítomes. 

Es el rasgo más reprochable que define a una película que, como mejor reclamo, deja la necesidad imperiosa de recuperar, ineludiblemente, aunque solo sea para efectuar la consiguiente comparación, la cinta original de Kobayashi. Un ejercicio nostálgico-cinéfilo, de indudables propósitos terapéuticos, más que aconsejable en este caso.

J. P. Bango 

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