Cannes Reviews (3)
Tercera (y última) entrega de las mini-reseñas que dedicamos a algunos títulos destacados del Festival de Cannes. Hoy, un largometraje de la Sección Oficial a concurso ("Hanezu"), dos del programa Una Cierta Mirada ("Martha Marcy May Marlene", "Trabalhar cansa") y, finalmente, uno de la Quincena de los Realizadores ("Les géants").
Publicado: 06/07/2011
HANEZU (Naomi Kawase, Japón)
Decepcionante (y oportunista) incursión a través de sendas apichatpongianas por parte de la directora japonesa Naomi Kawase, posiblemente en su obra más discutible (e inocua), y eso a pesar de repletar todo su argumento de alguno de los tópicos que mejor casan en su filmografía: paisajes bucólicos, personajes en perpetua purga existencial, continua (con)fusión entre hombre y naturaleza, madres a punto de serlo... Tomando como excusa una leyenda particularmente arraigada en la región de Asuka, la que es considerada la cuna de Japón, acerca de dos montañas habitadas por dioses en pugna consigo mismas por el amor de una tercera, Hanezu se adentra en la dicotomía existente en la relación que une a una mujer y dos hombres, marido y amante respectivamente, que además de antagónicos (un hombre anclado al presente frente a otro anclado en las tradiciones) responden de manera diferenciada ante la noticia del embarazo de aquélla; también contrasta, siempre haciendo uso de la alegoría visual, la pulsión interna que anida ambas relaciones: una definida en términos decadentes; la otra capturada por la cámara en el momento en que florece. Una y otra parece formar parte de una historia que se repite cíclicamente, en este contexto legendario, mientras unos y otros personajes se ven acosados por fantasmas que parecen provenir de otro tiempo, como si de algún modo, el hombre y el ecosistema (y todo lo que ello representa, incluyendo la preservación de la memoria) estuvieran ligados entre sí de un modo inexorable. Lírica (sobre todo, en los momentos que llueve), bella (pues muchas de las imágenes que filma Kawase lo son) y (sólo parcialmente) emotiva (tal es la frialdad con que se muestran las relaciones afectivas, ya sean de pareja o familiares), Hanezu pierde fuelle, sin embargo, cuando su dadora se empeña en aprisionar ideas ajenas como si fueran propias, y en mostrarlas impostadamente en un argumento que no las necesita, tal era la fluidez y la armonía que impelía el metraje en sus primeros compases. Una lástima. J.P. Bango
LES GÉANTS (Bouli Lanners, Bélgica)
Verano. Mientras aguardan estoicamente una llamada telefónica de su madre, una funcionaria de la embajada belga que poco o nada parece interesarse por el devenir de sus vástagos, los hermanos Zak y Seth residen en un destartalado cottage en la más absoluta soledad, como si se tratase de un ostracismo inexcusable, con la imperiosa obligación de valerse por sí mismos durante unas vacaciones que se presumen interminables y tediosas. Prisioneros de la apatía y la nostalgia, inmersos en una nueva travesura, conocen a Danny, otro joven lugareño que les brinda la posibilidad de zambullirse en un sinfín de micro-aventuras: fuman tabaco de liar y beben whisky americano; se cuelan en una propiedad privada y desvalijan la nevera; se tiñen de rubio y bromean tumbados bajo el sol; disfrutan de un paseo en barca y disparan sin demasiada puntería a una botella; encienden una hoguera y comparten sus sueños y anhelos; huyen de la policía en un coche desvencijado a través de los campos de trigo; y arrendan la vieja casa de su abuelo a un tipo repugnante para que la destine a la instalación de una plantación de marihuana. Tercer largometraje del veterano actor Bouli Lanners, “Les géants” preserva las constantes tonales (tragicómicas), visuales (la fotografía de Jean-Paul de Zaetijd, con predilección por la luz natural y las gamas cromáticas de efluvios estivales y melancólicos), auditivas (la banda sonora de querencia indie, con temas de Joy Divison, Bony King of Nowhere o los españoles Los Salvajes) y geográficas (las localizaciones luxemburguesas, atemporales y descontextualizadas) de sus anteriores trabajos, en contraposición a las coordenadas estilísticas del cine teen de la década de los ochenta, enfrascándose en un cuento opaco sobre la madurez y la amistad en el que encara la camaradería de su cándido trío protagonista con la desfachatez de unos villanos obvios: los adultos, siempre violentos, irresponsables y desequilibrados. La ausencia de la figura materna se proyecta a lo largo de todo el relato y se manifiesta significativamente cuando los adolescentes son acogidos por una señora encantadora y su hija discapacitada; un remanso de paz en el que Lanners, a través de la sugerencia (una cortinas inmaculadas que huelen a perfume, un retrato que rezuma felicidad hogareña), explicita el déficit afectivo que padecen. Una obra cimentada sobre virtudes como la naturalidad, la comicidad y la complicidad con el espectador, cuyo último travelling es, ante todo, una declaración de intenciones: un encomiable panegírico sobre la divinidad de la infancia en cuanto fértil ciclo de libertad e inventiva. David López
MARTHA MARCY MAY MARLENE (Sean Durkin, Estados Unidos)
Retrato de adolescente con mensaje al fondo, a través de tres etapas diferentes, antes, durante y después del paso de ésta por una secta integrista cuyos miembros defienden proclamas dadivosas sólo en apariencia, lavados de cerebro auto-inducidos, culto exacerbado hacia su líder, persuasiones coercitivas y exclusión social. Si bien la joven Martha (Elizabeth Olsen) consigue escapar, al menos en términos geográficos, de la influencia de la comunidad fanática adónde había ido a parar voluntariamente, nunca logra hacerlo en el plano psicológico, quedándose a merced de sus propios recuerdos, temores y obsesiones, mezclados entre sí, todos provenientes de ese pasado que no puede olvidar y que, de forma añadida, la hace cuestionarse continuamente su presente, incluyendo los resortes últimos que sostienen la sociedad (familiar) que ahora la acoge. Ataques de ansiedad que, por momentos, se transforman en brotes de manía persecutoria y pánico, convivirán desde entonces con ella, incluso cuando logra ponerse a salvo en casa de su hermana Lucy y de su cuñado Ted, ambos incapaces de comprender no ya el proceso de destrucción de la personalidad que ha sufrido Martha durante su estancia en aquélla granja comunal, como el modo en que deben proceder para que los mecanismos de resocialización teóricamente prescritos surtan efecto. Y es que el pasado de Martha acecha sólo a unos pasos, y ni su familia ni su propia cordura parecen ofrecerle un consuelo hábil al que poder aferrarse. Martha Marcy May Marlene (un título que resume las tres personalidades opuestas que convergen en el interior de la adolescente protagonista) se sostiene dramáticamente por un afortunado uso del montaje, la elipsis y la narración fragmentada (estructurada a base de flashbacks), capaz de transformar un argumento que, en sus primeros brotes, podría haber tornado a telefilmesco, en un extraño thriller de reminiscencias paranoicas, casi polanskianas, poseedor de una atmósfera turbadora, malsana y abiertamente irreal, repleto de insertos sonoros y de planos que continuamente invaden el espacio que ocupan los protagonistas, tal es el nivel de fisicidad y carnalidad que propone el debutante Sean Durkin en cada una de las secuencias que filma. A través de los claroscuros (también fotográficos) que definen la vida de una comunidad sectaria, a su carismático (e inquietante) líder (interpretado por John Hawkes), y a la familia política de Martha (que vive en un entorno aparentemente idílico, junto a un lago), nos adentramos en una realidad pavorosa (Durkin, con cierta habilidad narrativa, respeta continuamente el punto de vista de la protagonista, que también coincide con el del espectador), inexorable además de inescrutable, maniquea sólo a partir del propio prejuicio que pueda tener el espectador respecto a este tipo de comunidades (o de familias idealizadas), poseedora, finalmente, de una moraleja escalofriante: una vez el cerebro queda infectado por el influjo sectario, ninguna escapatoria es posible. Una excelente ópera prima. J.P. Bango
TRABALHAR CANSA (Marcos Dutra y Juliana Rojas, Brazil)
Aunque su fulminante cese vaticina un futuro oblicuo, Otavio acata a regañadientes la férrea decisión de su esposa Helena, obstinada en alquilar un cochambroso local comercial de Sao Paulo, abandonado durante décadas, en el que confía ciegamente para emprender su primera aventura empresarial como dueña de una tienda de comestibles. Para atender los quehaceres diarios de su vivienda y cuidar de su hija pequeña, contrata a Paula, una joven negra recién llegada a la capital. La apremiante crisis de Otavio, incapaz de admitir que ya no es la fuente de sustento de su manada, así como los recelos que soportan el nexo de Helena con los empleados del supermercado o su nueva asistenta del hogar, a la que en ocasiones repudia cuando siente que su rol maternal queda en entredicho, corren en paralelo a una serie de insólitos acontecimientos que, en última instancia, parecen ser fruto de la exteriorización de las aberrantes deformaciones del subconsciente. Coherente con la lógica y la devoción por el detalle de su laureado cortometraje “Un ramo”, la ópera prima de Marcos Dutra y Juliana Rojas no es sino un notable examen sociológico, cobijado en un diálogo inter-genérico poco frecuente en el cine brasileño, que propone una autopsia de la clase media, el sistema capitalista y el mercado laboral a partir de estilemas formales y conceptuales procedentes del fantastique (incluso de ciertos referentes del cine asiático contemporáneo o el desconcertante “Kitchen Sink” de Alison Maclean), haciendo hincapié en la profunda deriva que carcome el núcleo familiar y las relaciones interpersonales, en la patraña de un tejido social en el que la existencia es una cuestión burocrática, en la paranoia latente que subyace en el intercambio de roles y la rescisión de una estructura preestablecida, en el frágil muro que disgrega lo público y lo privado, en el vínculo hierático que todavía hoy define la dialéctica del amo y el esclavo (el antagonismo que mantienen Helena y Paula no podría ser más revelador, sin eludir un pasaje en el que una representación teatral organizada por un grupo de escolares constata la monstruosidad de algunas formas de explotación humana no tan remotas). Con tales pretensiones, la trama es fecunda en lo que se refiere a imágenes icónicas: relatos orales de corte fantaterrorífico al calor de la lumbre, permutas de personalidad, disparatadas pruebas de selección de personal, narices que sangran sin previo aviso, museos de taxidermia que conservan criaturas horripilantes, extrañas manchas de humedad en la pared, fluidos fétidos y viscosos que emanan del pavimento, luces intermitentes y fallos eléctricos impredecibles, plagas de cucarachas y colonias de lombrices, un can desafiante, sombras fantasmagóricas en la penumbra e instantáneas que retienen en el tiempo un misterio del pasado. Su predilección por la intimidad de los planos fijos y el score ambiental (siempre sonidos fuera de campo: martilleos insistentes, murmullos de vecindario, timbres telefónicos, insectos nocturnos o ladridos espeluznantes), la aglutinación de viñetas preñadas de simbolismo, sketches estrambóticos e incidentes de naturaleza surrealista, o su inaudito reproche comunitario, no exento de salidas hilarantes, parecen explosionar en su cierre, una estridente metáfora que equipara el laberinto profesional con una jungla en la que, bajo nuestras máscaras de cosmopolitas modernos, se camufla una bestia salvaje y primitiva. Una insospechada sorpresa. David López
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