Septimo Vicio - El cine visto desde otros t iempos

Cisne negro

Escribo esto mientras nieva, sentado junto a una ventana empapada de vaho y aliento nostálgico. Afuera, la naturaleza dibuja un lienzo preñado de texturas níveas y aires melancólicos. Dentro, hay alguien que trata de buscarle las vueltas a su nuevo texto.

Publicado: 01/02/2011

Suelo enfrentarme al folio en blanco con una cierta cautela (alguno de vosotros sabéis de qué estoy hablando), fruto de ese respeto casi invencible que el propio folio se ha ido ganando con los años. Hay días, la mayoría de ellos, que ese proceso se resuelve de forma rutinaria, incluso mecánica (al fin y al cabo, no supone otra cosa sino trasladar uno o varios pensamientos a la pantalla de un ordenador); otros, sin embargo, se revelan severamente angustiosos, como si ideas y conceptos formaran parte de una masa amorfa e inmutable, como si no fuera posible desligar las letras de los pensamientos, tal es su grado de desorden o el mío de anemia expositiva. Hoy es uno de esos días que defino en el segundo de estos casos. Es posible que el contexto, esta vez, tenga todo que decir. 

Solo hace unas horas me he vuelto a reencontrar con el visionado de Cisne Negro de Darren Aronofsky, un cineasta ciertamente particular, seguramente uno de mis favoritos, a pesar de que su trayectoria profesional se defina por la irregularidad (no siempre debida a las circunstancias); uno de esos directores propensos al malditismo capaces de convertir un experimento formalista como Pi en un imperecedero producto de culto o de concebir una obra incontestable como The Fountain solo para ver, entre bambalinas, como los demás la linchan a su antojo una vez se constata su fracaso comercial (que también es, extrañamente, crítico). No es el caso de este Cisne Negro, la última de sus películas y la más exitosa, una relectura hiperbólica del primero de los ballets que compusiera, todavía en el Siglo XIX, Pyotr Tchaikovsky con meros propósitos alimenticios,  y que va a servir al bueno de Aronofsky como suculenta materia prima sobre la que vertebrar, ya en el Siglo XXI, una historia de rivalidades enfermizas y de eterna búsqueda de la excelencia que tiene tanto de terror psicológico (incluyendo sugerentes elementos visuales directamente heredados del cine fantástico de la RKO) como de pesadilla existencial; una película de indudable atractivo, ya desde su punto de partida, que completa y complementa, en justicia, su obra anterior, mucho más imperfecta, The Westler. 

Reflujos del cine de Polanski (Repulsión, The Tenant), Haneke (La Pianista); Powell (Las Zapatillas Rojas) y Verhoeven (Showgirls) se entrometen en el desarrollo argumental de Cisne Negro hasta definirlo, casi en su integridad, como un artefacto cinéfilo de primer orden en el que el director de Requiem por un sueño puede, por fin, con medios y sin miedo a perderlos, dar rienda suelta a su talento narrativo (aquí más desbocado que nunca); no parece poco en una película que asume como leitmotiv el fracaso personal. De forma adicional, ya lo anticipaba también su anterior obra, Aronofsky se siente capaz de ornamentar su habitual presteza narrativa (montaje sincopado, insertos fantásticos, atmósfera hipnótica, planos en constante movimiento) con interpretaciones notables de parte de todo su elenco de protagonistas (con Mila Kunis,  Natalie Portman y Vincent Cassel en sus mejores papeles). En este contexto formal  tan suculento, subyugante y preciso, la historia, arquetípica (poca cosa, en realidad), parece lo de menos. Una compañía de ballet prepara la representación de El Lago de los Cisnes en suelo neoyorquino bajo las órdenes de un coreógrafo (Vincent Cassel) con pocos escrúpulos que decide reemplazar a la primera de sus bailarinas (Beth/Winona Ryder), por otra, (Nina/Natalie Portman), más joven, técnica y sacrificada, de la que espera además que sea capaz no tanto de interpretar de forma adecuada los pasos de baile que su papel de Cisne Blanco/Odette exige como también el de su antítesis,  la sensual Odile (el Cisne Negro), un personaje que, sin embargo, parece sobre el papel especialmente diseñado para una de las bailarinas suplentes (Lily/Mila Kunis), epítome de sensualidad (y de sexualidad) sobre el escenario, cuya personalidad y carácter se convertirá en obsesiva para Nina. 

Las primeras notas musicales que adornan la partitura de Clint Mansell –casi todas inspiradas en la composición original- todavía reverberan en mi cerebelo. A su amparo se amontona el recuerdo de los bailes que Nina ejecuta en una coreografía existencial que trata de ponerla de bruces con su lado oscuro. Nina no es más que una bailarina esquizoide abrumada por la siniestra personalidad de su madre (Erica/Barbara Hershey), una antigua bailarina  reconvertida en artista que quiere hacer de Nina aquello que el destino (en forma de lesión desafortunada) la impidió, a ella, conquistar. Los cuadros de Erica hablan, se mueven y sangran ante los ojos de su hija, a quien acechan frustraciones y temores impertérritos, y una dualidad, casi invencible, cuyo último estadio se transfigura en Lily, no tanto aquí su doble como su reverso. El sueño de toda su vida lo tiene Nina sólo a unos pasos. Y ella misma, tanto o más como esa suplente que la acecha, parece su principal enemiga. 

Sigue nevando, si bien ahora lo hace tímidamente. El cielo se enfanga de tonos grises mientras aquí dentro, donde habitan calor y sueños, éste que escribe pone luz y color al recuerdo que tiene de una película. Es paradójico el contraste: la tinta negra empercude al folio blanco, como ultrajándolo, mientras líneas y textos van completando el puzzle que, sólo hace una hora, parecía irrealizable. En Cisne Negro esta idea del contraste preside todo su subtexto: Nina se viste, al principio, de colores blancos; Lily siempre lo hace de negro. La luz y la oscuridad; el día y la noche, los blancos y los negros... se muestran, también desde un punto de vista estético, formando parte de un mismo discurso dicotómico. El francés Matthew Libatique fotografía la película con una paleta de colores rigurosamente encontrados. Ocurre lo mismo con el argumento: Beth se embarca en una espiral autodestructiva desde el mismo día en que Nina logra consumar su gran sueño. Nina, a su vez, hereda el temor a ser suplantada por otra cuando, precisamente, es su singularidad (no en vano es la intérprete principal de la obra representada) la que comienza a detentar todo el protagonismo. En este contexto contaminado de contrarios y dualidades, la personalidad de Nina se ve obligada a transformarse. La metamorfosis (subrayada con notorios efectos especiales y de maquillaje) tiene su particular correlación atmosférica, ya en el plano formal (es otro de los guiños cinéfilos de los que se nutre Aronofsky en Cisne Negro), con el cine de Val Lewton. El sexo, en fin, presente en toda la película de forma subrepticia encuentra su verdadero sentido sólo en episodios oníricos o figurados. Nada es lo que parece, quiere decirnos Aranofsky en cada uno de sus planos, mientras proyecta su obra hacia una conclusión climática (de no menos de treinta minutos de duración) de indudables raíces atmosféricas.   

Ya ha dejado de nevar. El cristal de la ventana se ha opacado con la llegada de la noche. En el camino se han quedado algunos apuntes relacionados con una película trufada de turbiedad y pasajes claustrofóbicos (no en vano, Natalie Portman protagoniza todos sus planos, a veces sin dar un respiro a la propia cámara), de madres castradoras y de caracteres psicóticos, de rivalidades instintivas y de miradas perversas, de juegos de espejos y de espejos que hablan, de reversos tenebrosos y de miedos escénicos, de temores atávicos y de dudas existenciales, de atmósferas barrocas y de juegos metalingüísticos (no hay que olvidar que la propia estructura de la película simula a la de un ballet); una obra hipnotizadora e inquietante; compleja además de tramposa, construida sobre cimientos argumentales, de veras, desgastados y, sin embargo prolijos en manos de un director competente (y es mérito de Aranofsky aparentar dicho carácter durante toda la proyección) capaz de articular toda su película no tanto en función de las relaciones que unen o separan a los personajes como en función de sus miedos, entendido en términos de abstracción, a los que unos y otros se enfrentan de continuo. 

Cisne negro es, en fin, una obra que tiene en la interpretación de Natalie Portman (irreprochable, perfecta) su centro de gravedad y sentido, además de un cebo inexcusable para su visionado en versión original. Y no deja indiferente, no podía ser de otro modo (con nieve o sin nieve); quizá es lo máximo que debamos pedir a un producto de esta naturaleza. 

Ahora viene lo peor. Es el momento de mirarse al espejo. Nina bien podría haberme advertido del riesgo que lleva aparejado reunir, en un mismo receptáculo emocional, la vida personal con la expresión artística… 

J. P. Bango 

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Coper en 23/02/2011

`Cisne negro´ destaca como un thriller psicológico en estado puro, un relato absorbente y claustrofóbico que sumerge al espectador en un mundo espectral, repleto de luces y sombras; un ejercicio barroco, sobrecargado, pero intensamente emocional que sitúa a Arrenofski en continuidad con su histriónica película sobre drogas y ambiciones `Requiem por un sueño´.

Dejo la crítica que escribí en mi blog para quien le interese:

http://www.chansonsdamour.es/2011/02/critica-cisne-negro-2010-de-darren.html

Un saludo!

Marc en 17/02/2011

"Sigue nevando, si bien ahora lo hace tímidamente. El cielo se enfanga de tonos grises mientras aquí dentro, donde habitan calor y sueños, éste que escribe pone luz y color al recuerdo que tiene de una película. Es paradójico el contraste: la tinta negra empercude al folio blanco, como ultrajándolo, mientras líneas y textos van completando el puzzle que, sólo hace una hora, parecía irrealizable". JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA. ¡Lo leo una y otra vez y no puedo creerlo! ¿¿¿¿Pero de dónde ha salido este tío???

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