"Segada la pupila, ¿cómo no ver hasta qué punto la experiencia del horror se vuelve fascinante?", se cuestionaba Georges Bataille a rebufo del estreno de ‘Un perro andaluz’ en los estertores de una década agonizante. A propósito del más glorioso icono del celuloide surrealista (el ojo de ternera seccionado por la mitad con una cuchilla de afeitar mientras una nube atraviesa súbitamente la luna), la revista ‘Documents’ recogía en sus páginas esta cita de su fundador para refrendar que la ópera prima de Luis Buñuel no sólo había roto con los estándares de lo que la sociedad puritana solía denominar buen gusto. Aquel cortometraje eterno validaba también una de las premisas fundacionales del primer manifiesto del movimiento: éste era un arte sin control de la razón, "más allá de cualquier consideración estética o ética". La dimensión onírica, trascendental y absurda del hecho humano, que despertó de su letargo durante el periodo de entreguerras, se revolvía contra una moralidad caduca.
La poesía críptica del inconsciente, bien asistida por su ingenio subversivo, le permitió transgredir las normas de la educación provinciana de clase media y desenmascarar con inusitada lucidez la hipocresía de las instituciones burguesas que tanto despreciaba. El visionario de Calanda, al que Breton y Éluard llamaban "el director de la conciencia", se aferraba a un discurso singular, el de la solidaridad humana. Ya sea en sus melodramas mexicanos o en sus comedias tardías, el hombre que dedicaba "dos horas al día a su trabajo y veintidós a soñar" ansiaba esa libertad incondicional que Sade imprimía en sus escritos, ese apetito que hizo de la provocación inteligente un arma de doble filo. Probablemente ahí resida la actualidad de la herencia buñueliana, en su seductora capacidad para incomodar y querellarse contra los opresores del sistema. Como apunte, los violentos altercados protagonizados por la extrema derecha tras la proyección en París de ‘La edad de oro’.
Una biografía minuciosa
Beneficiándose de la vigencia de su patrimonio cinematográfico e ideológico, y en conmemoración del treinta aniversario de su muerte, el notorio hispanista Ian Gibson publica ‘La forja de un cineasta universal (1900-1938)’ (Ediciones Aguilar), un voluminoso tomo que reconstruye de forma meticulosa sus años de formación y el preámbulo de su carrera tras la cámara. Siete años de trabajo para desvelar "la vida interior y los claroscuros" de un gran fabulador. Para documentar su investigación sobre "el tercer mosquetero", el escritor irlandés ha recurrido a diversas fuentes, tales como los archivos de la Filmoteca española, su copiosa correspondencia y toda la bibliografía existente, de Román Gubern a Paul Hammond, incluyendo sus propias memorias (‘Mi último suspiro’), de las que Gibson censura en numerosas ocasiones su inexactitud. También rescata para su estudio las conversaciones que Max Aub mantuviese con él de cara a una biografía que también verá la luz este año.
El libro medita sobre aquello que marcó la infancia y la juventud del aragonés: la relación edípica con su madre; su instrucción bajo la tutela de los corazonistas y los jesuitas; su intento frustrado de convertirse en escritor; el terrible sentimiento de culpa que sufría como consecuencia del fallecimiento de su padre; su decisiva estancia en la Residencia de Estudiantes; la titubeante amistad con Federico García Lorca y Salvador Dalí; el extraño vínculo que le unía a Jeanne, su esposa; o su supuesta militancia comunista, prácticamente encubierta ya que, según Gibson, la ortodoxia no veía con buenos ojos su adscripción al surrealismo. Acorde a ese compromiso revolucionario se justifica el rodaje del documental sobre Las Hurdes, en el que retrataba una comarca sumida en una escalofriante miseria.
Finalmente, el texto se adentra con dejes novelescos en los años de la Guerra civil, durante los cuales Buñuel habría trabajado para el servicio secreto de la embajada española en Francia cumpliendo algunas labores propagandísticas. El historiador argumenta que manejó su apoyo con sigilo porque era estalinista, una opción política de la que llegaría a avergonzarse. La edición se completa con el libreto original de ‘Un perro andaluz’, una decisión que no es baladí dado que "el auténtico Buñuel palpita en las líneas de ese guión". Desgraciadamente, la complicada financiación del proyecto motivó que la narración concluya con el segundo viaje a Hollywood, donde Buñuel acabaría codeándose con George Cukor, Billy Wilder y Alfred Hitchcock. Un desenlace prematuro para una historia, en verdad apasionante, que se prolongaría hasta los ochenta.
Los herederos de Buñuel
Hasta el próximo 12 de enero, el museo Thyssen propone una exposición que aborda monográficamente la conexión del surrealismo con el mundo de los sueños. La muestra enriquece su oferta con la proyección de ‘Un perro andaluz’ y ‘La edad de oro’, una buena oportunidad para comprobar de primera mano el vigor de su legado. El mismo que se ha dejado sentir con intensidad en la trayectoria de todos aquellos que, "en algún lugar entre la suerte y el misterio, encontraron la imaginación, lo único que protege nuestra libertad". Alejandro Jodorowsky (’Fando y Lis’), Fernando Arrabal (’Viva la muerte’), Michael Almereyda (’ Nadja’) o Jan Svankmajer son algunos de los autores cuya filmografía rezuma espíritu buñueliano. Hasta Jaume Balagueró aludía al cine del turolense en ‘Alicia’, su cuarto cortometraje, emparentándolo con Cronenberg y Lynch (nota para mitómanos: aunque cuesta creerlo, el genio de Montana negó haber visto las películas de Buñuel durante su reciente visita madrileña).
Aunque no es posible detenerse ahora en el papel que ‘Los olvidados’ jugó en el nacimiento del nuevo cine latinoamericano, sirva como ejemplo de su influencia el respeto que le profesa una flamante generación de jóvenes francotiradores, que se han apropiado de sus narrativas sobre la subjetividad y el deseo, así como de las temáticas relativas a la confusión de identidad o el exilio (físico y mental). En consonancia, una recomendación para cinéfilos inquietos: ‘Amer’, el deslumbrante ‘neogiallo’ firmado por Hélène Cattet y Bruno Forzani, recupera su imaginario surrealista para alumbrar los misterios del despertar sexual. También aquel corte de navaja.